Desde hace más de 20 años oímos que en Honduras uno de los “frutos prohibidos” dentro de la concepción bíblica, lo representa la Empresa Nacional de Energía Eléctrica, la cual teniendo el monopolio estatal de la generación, distribución y suministro de energía eléctrica, se ha convertido en una empresa ruinosa que sistemáticamente comete desaciertos y tiene hipotecado al Estado, a la presente generación de hondureños y, al parecer, también a las futuras.
Tenemos una tendencia a atribuir, con razón, las causas de nuestras calamidades naturales al cambio climático, pero somos conscientes que no es la única. Junto a la causa que afecta a todo el planeta, en nuestro caso, después de las catástrofes sufridas en el valle de Sula, en la costa norte, en todo el país, con motivo de los huracanes y tormentas tropicales, no podemos ignorar que una de las causas fundamentales de nuestras calamidades es nuestra falta de prevención y de diligencia como país.
Se han ensayado diversas modalidades de corregir los fallos de la ENEE, comenzando por las intervenciones de la empresa a lo largo de las diversas administraciones; hubo un momento en que se produjo la intervención de un jefe de Estado, pero luego se retiró del intento; se ha aprobado nueva legislación regulatoria, pero los resultados han sido magros o ineficaces.
El Fondo Monetario Internacional tiene en el tapete de sus conversaciones con los gobiernos, la necesidad y urgencia de que Honduras debe sanear las finanzas de la ENEE.
Los entendidos en temas de megaproyectos energéticos han asegurado que las represas que hoy se consideran urgentes para una eficiente generación de energía limpia, control de inundaciones, agua para consumo humano y riego, estaban proyectadas desde el gobierno del doctor Juan Manuel Gálvez, vale decir, desde hace más de 65 años. De esos proyectos, solo las represas de Cañaveral Río Lindo, Francisco Morazán y El Níspero se ejecutaron.
Antes que poner en ejecución las represas que habrían supuesto bondades para la vida, seguridad de la población y sus viviendas, para la agricultura con riego, la perdurabilidad de la infraestructura y la generación de energía limpia, al parecer ha prevalecido la tentación irresistible del “fruto prohibido”, impidiendo que los sucesivos gobiernos no hayan sabido o podido regir exitosamente una empresa monopólica como debería ser, con bajos costos, eficiencia ejemplar y generación de energía a precios que estimulen la inversión productiva en todos los campos para el desarrollo del país, y la construcción de represas que controlen las fuentes de las inundaciones catastróficas en el Valle de Sula.
Hoy, después de sufrir dos huracanes y depresiones tropicales consecutivas, en un período de 15 días, los más calificados especialistas en el manejo de cuencas hidrográficas, los ingenieros, arquitectos, economistas, sociólogos y financistas demandan que se construyan con el mayor sentido de urgencia las represas de Jicatuyo, El Tablón y Los Llanitos.
Nadie objeta ni discute que la necesidad es impostergable, si nos proponemos realmente prevenir otra catástrofe sobre la zona más productiva del país.
Pero, ¿quién las va a construir?, ¿cómo se van a financiar?, ¿cómo garantizar que los esfuerzos no se verán frustrados por la tentación irresistible del “fruto prohibido”?
Para mí hay una manera de satisfacer los anteriores interrogantes: que el Estado otorgue una concesión a una empresa europea, estadounidense o japonesa, o a un consorcio de prestigio mundial, con respaldo de bancos de desarrollo que garanticen la calidad de las obras y el tiempo de su ejecución, cumpliendo estándares de la Unión Europea, que son de los más estrictos en materia de leyes ambientales y una empresa supervisora también de calidad mundial.
El período de la concesión lo determinarían las partes, con asesoría especializada para Honduras, asegurando que la empresa ejecutora pueda pagar el costo financiero, el riesgo de la inversión más una ganancia razonable.
La concesionaria administraría y daría mantenimiento a las represas hidroeléctricas por ella construidas, vendería la energía a la ENEE y, cuando se ponga en ejecución lo previsto en la ley del sector eléctrico, le vendería energía limpia directamente al público, a la industria, iniciando una nueva etapa de mercado energético libre, con el que se rompería el monopolio estatal y las tentaciones del “fruto prohibido”. El consumidor podría escoger al proveedor que le dé mejor servicio a menor precio, como ha ocurrido en otros países vecinos.
Si como país lográramos coronar un proyecto como el sugerido, quizás no volveríamos a ver obras tan ruinosas, en el costo y el tiempo, como la de Patuca III.
Por: Carlos López Contreras