Por: Arturo Alvarado Sánchez
En todos los países, independientemente de su nivel de desarrollo, existen dos clases de personas; una integrada por las que pertenecen a la denominada clase política y la otra integrada por el resto de los ciudadanos. La primera clase, que siempre es la menos numerosa, tiene a su cargo las funciones públicas y el monopolio del poder, disfrutando de todas las ventajas que ello implica. La segunda, aunque integrada por la mayoría de los ciudadanos, se somete voluntaria o involuntariamente a los designios de la primera, ya sea por los medios legítimos que provee una democracia o por la vía de la dictadura. Se reconoce que esta estructura es adecuada para que el aparato público pueda funcionar y en teoría, para lograr que el país avance hacia un desarrollo económico y social y se puedan mejorar las condiciones de vida de las grandes mayorías.
En 1887 el historiador británico Lord Acton escribió una frase que pasó a la historia y que sigue teniendo vigencia: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Sin embargo, algunos estudios realizados por universidades muy reconocidas indican que el poder no necesariamente corrompe a todo el mundo, sino que a la gente que, de antemano, carece de principios y valores y es por naturaleza proclive a ser corrupto.
En otras palabras, el tener poder no necesariamente significa que el que lo ostenta lo ejercerá en forma absolutista y corrupta, ya que todo dependerá de sus fortalezas éticas y morales, del ambiente en que se desenvuelve y la presión del grupo y del entorno que lo rodea. También los ciudadanos, que son la mayoría, pueden lograr que el comportamiento de la clase política responda a sus expectativas, sabiendo escoger sus autoridades y haciendo escuchar su voz cuando la clase política se desvíe del camino correcto.
En estos momentos que estamos entrando a un nuevo proceso electoral para escoger las autoridades que regirán nuestro país durante los próximos cuatro años, debemos tener presente todo lo anterior. Este es el tiempo en que los ciudadanos debemos olvidarnos de fanatismos partidarios.
La realidad es que el voto es el arma poderosa de los ciudadanos para escoger a las personas que, en su criterio, llenen los requisitos éticos, morales, profesionales y de liderazgo que se necesitan para gobernar un país y tomar las decisiones que son requeridas para conducirlo por la senda del desarrollo sostenido y equitativo. Votar, guidándose únicamente por el color de la bandera partidaria y haciendo únicamente caso a los políticos que piden el voto, es desperdiciar la única oportunidad que tenemos los ciudadanos para escoger a los que creamos son los mejores candidatos para ocupar los distintos cargos, independientemente del partido al que pertenezcan.
Esta oportunidad que la tenemos cada cuatro años no la podemos seguir desperdiciando. Muchos de los que nos piden el voto ofrecen el cielo y la tierra, se declaran puros y honestos y que harán de nuestro país el paraíso soñado, pero cuando ya están en el poder la mayoría se olvida de los ciudadanos y solo piensa en sus intereses. Analicemos cuidadosamente nuestra decisión o resignémonos a seguir viendo como miles de compatriotas migran hacia otros países en busca de mejores horizontes.
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