Armados apenas con guantes, guardaparques y voluntarios combaten al monstruo creado por el humano: toneladas de plástico degradado que las corrientes marinas empujan hasta el estómago de la fauna de las islas Galápagos, el paraíso que inspiró la teoría de la evolución.
A mil kilómetros del continente, se libra una guerra desigual pero decisiva para la conservación de un ecosistema único en el mundo. Unas cuantas manos para recoger cantidades y cantidades de material sólido.
Los desechos que se arrojan en las grandes ciudades llegan a Galápagos transformados en microplástico, quizá una de las mayores amenazas para las iguanas, tortugas, aves y peces que solo existen en el archipiélago.
El microplástico «llega a formar parte de especies (de la cadena alimenticia) de las que posiblemente nosotros nos estemos alimentando a futuro», explica a la AFP la bióloga Jennifer Suárez, experta en ecosistemas marinos del Parque Nacional Galápagos (PNG).
La radiación solar y la salinidad del mar degradan botellas, bolsas, tapas, envases, redes de pesca. A simple vista, este material se torna duro como piedra, pero al contacto con rocas o por la fuerza del agua se astilla en microparticulas que ingieren los animales.
Juguetes sexuales, zapatillas, encendedores, bolígrafos, cepillos dentales, boyas y envases de lata también aparecen entre los residuos que colindan con las zonas de descanso de animales, algunos en peligro de extinción.
«Más del 90% de los residuos que recolectamos no proviene de las actividades productivas de Galápagos, sino que proviene de Sudamérica, Centroamérica, e inclusive (llega) una gran cantidad de residuos con marcas asiáticas», dice Jorge Carrión, director del PNG.
© Agence France-Presse
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